martes, 24 de febrero de 2009

Ojos de Papel


Esta nota trata de un gentil elogio a la impresión fotográfica sin hacer un culto al pasado. El autor, en el copete se cuestiona sinceramente “¿Puede un píxel almacenar sentimientos?”. Publicada en el suplemento Radar del diario Página 12 del 11 de enero de 2009, el texto completo se encuentra en este link: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5043-2009-01-18.html

Ojos de papel
Por Dushko Petrovich

Después de un siglo de imprimir a todo color imágenes de nuestra vida, el hábito está agonizando. Por supuesto, las escuelas de arte y los aficionados mantendrán la técnica con vida. Y las viejas fotografías probablemente se usen como los sobres lacrados, para conmemorar alguna ocasión especial.

La foto papel sólo puede existir en un lugar a la vez. Se puede dañar fácilmente, o perder. Pero es en estas debilidades donde yace parte de su encanto. Sólo unos años han pasado y ya estamos nostálgicos por los viejos procesos. ¿Recuerdas cuando había que esperar? La premeditación ha desaparecido. Así como la anticipación, la inversión y la sorpresa. La fotografía es menos una ocasión. ¡No se preocupen! ¡Podemos sacar otra!
Aun así, la tercera dimensión es un aspecto importante que completa las supuestas dos dimensiones de una foto. El contacto físico establece una intimidad. ¿Quién no ha tomado entre sus manos una fotografía y lagrimeado? ¿Quién no ha sentido la nostalgia anidar por un instante en la delgada superficie de una foto papel? Tomar una fotografía es tomar a una persona, o un lugar, entre las manos. Una ilusión momentánea que no tiene paralelo en el monitor.

Las gemas digitales pueden ser millones, o hasta miles de millones. Por supuesto, la idea es que cualquiera, o todas ellas, pueden ser impresas, si la ocasión lo requiere. ¿Pero cuál sería esa ocasión? Años pasan y nunca llega. La idea de imprimir todas se vuelve impensable. La razón por la que nunca se transforman en objetos es que ya han servido su propósito. Durante la fiesta, que quisimos que no terminara, posamos e hicimos click. Después nos mostramos unos a otros las pequeñas pantallas LCD y nos quedamos satisfechos: el momento duraría. (Un rato después, repetimos el ritual.)
El objeto en sí, no importa cuán permanente, cuán misterioso, termina importando menos que la habilidad por capturar la imagen, por guardarla y compartirla. Sin la impresión, la magia de la fotografía –congelar un momento en el tiempo – es aún nuestra. De hecho, aunque preferimos pensar en la fotografía como un objeto físico, descubrimos que cumple mejor con nuestras necesidades sin necesidad de imprimirla.

Pero, como con todos nuestros avances, algo se pierde en el camino. Es fácil pensar en la imagen impresa y la digital como la misma cosa, pero son muy distintas.

Aun cuando las cámaras siguen sumando megapíxeles, casi todo lo que vemos está proyectado a 72 puntos por pulgada, la resolución estándar de un monitor. La imagen obtenida está iluminada por detrás, es vívida y atractiva, y es difícil darse cuenta de lo inquietante que resulta mirarla. Nuestros ojos se mueven de un lado a otro, obtienen la información necesaria, pero si uno se queda un minuto, un minuto en serio, notará que la pantalla no acepta bien la mirada. Una imagen impresa, sin embargo, aun cuando pequeña o fuera de foco, siempre tiene una forma de dejarnos entrar. La superficie del papel es menos agresiva que el cristal líquido, entonces los ojos pueden vagar tranquilos por la imagen. El brillo de los píxeles tiene un precio. El espacio ilusorio de la fotografía es sutilmente reducido, junto a su invitación a recorrer la imagen, o simplemente descansar en ella.

Por supuesto, el espacio real que las fotografías ocupaban también ha sido reducido. Como mucha de la tecnología, la fotografías impresas parecían muy delgadas... hasta que comenzaban a apilarse.

Nuestros rituales ya han cambiado. Ya no nos pasamos pacientemente de mano en mano el álbum de fotos en medio de las reuniones. Y aún si buscamos un álbum notaremos que nuestra colección empieza a menguar alrededor de 2006.

Y mientras desaparecen, podemos empezar a darnos una idea de lo que realmente hacían estos objetos: transportaban sentimientos que las imágenes no pretendían, sentimientos que importaban más de lo que sabíamos en ese momento.

viernes, 13 de febrero de 2009

Punctum 2


"Coco" de Robert Doisneau

Al revisar mi base de datos pude experimentar aquello que le pido al que está leyendo estas líneas: esa puntada molesta que me hacía pasar de largo la imagen en primer término. Hasta que me rindo:

En un clima de película la captura de Doisneau nos entrega una composición armónica, un tríptico de rostros que reclaman con énfasis la atención. No veremos en ellos (y no pretendamos verla) amistad antes de sentir su aspereza.
Los vasos sobre la barra nos ponen sobre aviso del carácter marginal del ambiente. Vasos medio vacios, de negro contenido, de formas y brillos elegantes que son el primer contraste de la imagen. Es allí donde se dirige extrañada mi mirada.

Pero hay un segundo punctum:
Siento de todas formas que el extraño soy yo. Me lo hace sentir el hombre de la mandíbula corrida con su mirada inquisidora. Porque la belleza de la composición se encuentra en la fealdad de los rostros. Lo que me punza es la naturalidad de la situación: son compañeros en su osquedad y me encuentro más afuera de la fotografía de lo que generalmente uno suele estar.

Recuerdo y comparto un hermoso haiku de Bashoo (poeta japonés del siglo XVII):

En esta fiesta para mirar la luna
No hay uno de nosotros
Con un bello rostro

Robert Doisneau











Robert Doisneau nació el 14 de abril de 1912 en Gentilly y pasó su niñez y adolescencia en un suburbio de París. La muerte de su madre en 1919, cuando tenía apenas 7 años de edad, y la precaria situación económica que padeció con posterioridad fueron golpes muy duros para la frágil personalidad de un niño. En 1925 ingresó en una escuela de artes y oficios, "L´école Estienne", donde es formado como grabador y litógrafo.

Trabaja como ayudante en el estudio de diseño de André Vigneau, artista surrealista y uno de los exponentes de la vanguardia artística, lo que lo marcó como una importante influencia. " Aquel estudio era fascinante. Vigneau siempre decía cosas que me asombraban, cosas tan insólitas como 'el teclado de una máquina de escribir es un objeto tan hermoso que todas las cartas de amor deberían escribirse a máquina'. Me hablaba de la Bauhaus, del surrealismo, de las máquinas de habitar de Le Corbusier, del cine soviético..."

Su timidez fue la clave de su éxito. Como temía acercarse a la gente, Doisneau renunciaba a los primeros planos. “En mis imágenes procuro encontrar en los personajes un espacio interior por donde corra el aire; es lo que en definitiva le da la vida a una fotografía”.

Armado los primeros años con una Rolleiflex –una cámara legendaria que le permitía a Doisneau esconderse: “La nariz dentro del visor me permitía una actitud respetuosa, casi una genuflexión, algo que convenía a mi timidez”–, con una Leica después.

Se relacionó con el Parti Comuniste Français (al que se afilió en 1947, colaborando en los diarios y revistas: Vie Ouvrière, Regars, L'Humanité)
al estallar la guerra fue llamado a filas pero con la ocupación de Francia por los nazis, volvió a la vida civil y colaboró con la Resistencia falsificando pasaportes, permisos de trabajo, documentos para judíos, además de registrar la ocupación alemana. En agosto de 1944 documentó la liberación de París.
El período de 1945 a 1960 es sin dudas el de mayor producción fotográfica de Doisneau en el campo del reportaje humanista. Se lo reconoce entonces como uno de los grandes reporteros de la escuela francesa de postguerra, que se sustenta en la subjetividad de la mirada y en el tratamiento intimista, honesto y sensible de las cuestiones humanas.

Entre las obras más recordadas del artista debemos resaltar “El beso de L’Hôtel de Ville ” De la que hablaremos en detalle en una próxima entrada.